3 de octubre de 1968.

“Pienso ahora que sólo cuando están unidas la soledad, la reflexión y el sufrimiento hay maneras de intentar una transformación o al menos un cambio personal”. Julio Scherer

En alguna entrada escrita con anterioridad cuestionaba a aquellas personas que creen que las Instituciones del Estado son entidades coherentes. Eso no es solamente utópico, es irreal. Los invito a tratar de razonar con una turba.

Deberíamos empezar por entender la diferencia entre una Institución y la persona o personas que la representan.

“Las Instituciones Públicas son mecanismos de índole social y cooperativa, que procuran ordenar y normalizar el comportamiento de un grupo de individuos que puede ser de cualquier dimensión, reducido o amplio, hasta coincidir con toda una sociedad.”

Sin tratar de ser muy extenso en este tema, que nos es lo que hoy quiero compartir, me gustaría ilustrarlo de la siguiente manera:

La Presidencia de la República es una institución y cada 6 años una persona la representa. Esa persona, por herencia, historia, cultura, familia, etc., puede ser buena o mala, pero siempre será pasajera en cuanto la Institución se mantenga. Lo mismo pasa con otras Instituciones como el Ejercito, la Marina y la Fuerza Aérea.

Yo escribía ayer que una matanza es simplemente eso, una matanza, no hay justificación. También escribía que inclusive en episodios tan dolorosos como el del 2 de octubre de 1968, pueden existir matices positivos que, sin ser muy conocidos, forjan la historia de una Nación.

Para ello es importante recordar que México tuvo su primer Presidente “civil” hasta el año de 1946 (Miguel Alemán Valdés). Antes de eso, nuestro país vivió preso de las batallas por el poder político entre los grandes caudillos de la Revolución: Díaz, Huerta, Carranza, Obregón, Cárdenas y Elías Calles por mencionar algunos.

A partir de ese año a los militares les fue “arrebatado” el poder.   

Por eso no es de sorprender que, a los acontecimientos en la Plaza de las Tres Culturas siguieran los rumores, más fuertes a cada hora que pasaba, de un inminente golpe de Estado (como el de Victoriano Huerta en 1913).

La falta de comunicación entre el Presidente y el Secretario de la Defensa, el caos existente y la situación política no hacía más que abonar a semejante disparate. Lo justificaba el abatimiento del General Hernández Toledo y la presencia de una fuerza paramilitar (El Batallón Olimpia). Era una invitación franca.

Es necesario aclarar que a partir del siguiente párrafo todo lo que redacto se basa en lo que recuerdo de una de las pláticas más impactantes de mi vida. Las fuentes son intachables. Los diálogos no son, ni pretender ser exactos, pero la anécdota está reflejada en su totalidad.

“Imaginen el 3 de octubre de 1968, imaginen al Presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz tratando de dar seguimiento a los acontecimientos posteriores al enfrentamiento de Tlatelolco en una casa, ubicada en un campo de Golf en Puebla, sin teléfonos celulares, sin canales de noticias las 24 horas del día, sin redes sociales y con el insistente rumor, que algunos funcionarios del Gobierno les transmitían a través de los dos teléfonos que existían en la casa, de un golpe de Estado. 

En esos momentos al Presidente lo acompañaba su familia.

Al llegar la tarde, un capitán del Estado Mayor Presidencial le hace saber al Presidente Díaz Ordaz que el Secretario de la Defensa Nacional, el General de División Marcelino García Barragán y su jefe de Estado Mayor, el General Mario Ballesteros Prieto, se trasladaban a Puebla en un helicóptero para verlo. Aquello se volvió un caos.

“Vienen a matarlo, decían…”
“Vienen a arrestarlo, contestaban otros…”
“Aléjate de mí, le gritaba su esposa, nos van a matar a todos…”

La gente que lo acompañaba empezó primero a alejarse discretamente, descaradamente al poco tiempo. Al final sus amigos, sus ayudantes, sus sirvientes, sus guardaespaldas, sus jardineros, sus choferes y su familia lo dejaron solo. El capitán del Estado Mayor Presidencial, que por azares de la vida estaba de guardia ese día se quedó.

Díaz Ordaz - ¿Capitán usted no se va?
Capitán – No señor Presidente
Díaz Ordaz - ¿Seguro?
Capitán – No hay duda señor Presidente
Díaz Ordaz – Si me van matar, me gustaría que fuera con la banda presidencial. ¿Me la pasa?
Capitán – ¿Dónde está señor Presidente?
Díaz Ordaz – En el escritorio, segundo cajón.

El presidente se monta la banda presidencial

Díaz Ordaz – ¿Cómo me veo? y sin dar oportunidad a responder afirma.
Díaz Ordaz – Usted no tendría que pasar por esto Capitán
Capitán – Es un honor señor Presidente.

A lo lejos se oye el helicóptero aterrizando.

Díaz Ordaz – Vaya a recibir al General Secretario y acompáñelo hasta aquí.

El Capitán hace lo que le ordenan y acompaña al General Secretario y a su Jefe de Estado Mayor hasta el despacho del Presidente de la República, entran.

Capitán – ¿Me quedo señor Presidente?
Díaz Ordaz – Estoy en buenas manos.

El Capitán sale del despacho, pero deja la puerta entreabierta y escucha las palabras que marcarán por siempre su vida.

García Barragán – Con su permiso Señor Presidente, vengo a informarle el estado que guarda el país”.


El General Marcelino García Barragán tomó la decisión de respetar las Instituciones a las que juró defender, antes que cualquier otra cosa, con un costo personal altísimo y comprometiendo su juicio ante la historia. El General no era un santo y muchos dirán que no fue más que un cómplice en un crimen de Estado, a todos ellos los invito a pensar en un México gobernado por militares. 

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